INFANCIA

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Oler la hierba. Mojarse bajo la lluvia. Saltar sobre los charcos. Sonreír hasta que te duelan los mofletes. Dormir acurrucado a tus padres o a tu peluche preferido. Llorar porque no encuentras tu muñeco, porque se te ha roto una Barbie o porque un amigo te quitó tu mejor cromo o tazo. 

La infancia está llena de momentos mágicos que se recuerdan generalmente con cariño. Se recuerdan porque forman parte del pasado, de nuestro pasado, pero rara vez se les hace caso. 

Por lo general quedan como "momentos intocables" en la alacena de nuestra memoria y, además, parecen haber sucedido siglos antes (un saludo aquí a mis amigos "FILÓSOFOS"; ellos saben quiénes son) y no tener NADA que ver con lo que ahora somos.

Revivir esos momentos suele ser sinónimo de inmadurez, de "infantilidad". Hay un cierto pensamiento en la sociedad que nos dice que no podremos ser maduros hasta que no dejemos de comportarnos como niños. Pero, yo digo, ¿es necesario renunciar a todo comportamiento de niño? ¿Es realmente necesario renunciar a todas las cosas que nos llenaban, que nos hacían inmensamente felices, sólo porque éstas forman parte de la infancia?

No hace falta que me respondáis. La respuesta es más que evidente: NO. 

Renunciar a hacer todo lo que nos gustaba hacer de pequeños es renunciar a nosotros mismos. 

Recuerdo que un día, cuando estaba acabando la Educación Secundaria Obligatoria, entró un orientador a nuestra aula para tratar de despejar nuestras dudas y quitarnos algo de presión sobre qué estudiar y cómo encauzar nuestras vidas a partir de ese momento. Digo quitarnos peso porque para un estudiante de 16 años, que apenas ha vivido, decidir qué quiere ser es una responsabilidad tremenda. 

Me quedé de su discurso con esta frase: 
Para saber qué queremos hacer en nuestro futuro es de gran ayuda pensar en qué era lo que más nos gustaba hacer en el pasado. Os aconsejo que penséis en los juegos a los que solíais jugar, cuáles eran vuestros preferidos. Ahí tendréis la clave sobre qué hacer con vuestras vidas. 
Creo que ese fue un momento muy crucial en mi vida, porque por primera vez miré hacia mi infancia con añoranza y con la posibilidad de ver algo de ella reflejada en mi futuro. Recordé mis juegos, que básicamente consistían en sentar a mis peluches sobre la cama y explicarles asuntos de verdadera importancia, como sumar, restar o dibujar. Me vi leyéndoles cuentos y cuidando de mi nenuco con todo el amor del mundo. Y lo tuve claro. 

Ahora que soy maestra, ahora que enseño a niños y no a peluches, puedo decir que en mi presente tengo aún cierto reflejo de mi infancia. Este es mi consejo para vosotros. No perdáis nunca ese reflejo, esa similitud con vuestro pasado. De lo contrario, no habrá espejo en el que mirarse. 

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Cuando el amor viaja con vuelta abierta

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El silencio


El silencio nunca es silencio. ¿Qué es silencio? Es como describir el vacío. Pero no podemos decir que no existe. En efecto, el silencio existe, solo que nunca se habla sobre él, no se tiene certeza de qué es, no se concreta muy a menudo. Y muchas veces nos genera confusión. Se nos pierde en lo abstracto del término.

A mí me gusta decir que el silencio es el eco de nuestro ser. Como bien nos dice el mensaje de la fotografía, solemos tener miedo al silencio. Vemos en él una soledad indeseada, una pérdida de tiempo o, peor aún, el sentimiento de que no lo estamos administrando correctamente.

Pero en realidad dedicarse silencio es la mejor manera de conocerse a uno mismo. Taparse los ojos, la nariz, los oídos y la boca. Adentrarse en la burbuja de nuestra vida, de nuestra experiencia, es la mejor terapia. El mejor regalo que nos podemos hacer es un minuto de silencio. Y debemos hacerlo.

Guardad todos un minuto de silencio por vosotros mismos. Es la mejor forma de homenajearos. Por vuestro pasado. Por lo que sois ahora. Y por lo que estáis en camino de conseguir.  

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