Hace poco, me puse a leer dos diarios que escribí de pequeña. Entonces no entendía muy bien por qué tenía tantas ganas de escribir todo lo que vivía. No entendía por qué me hacía tanta ilusión contarle a un libro vacío lo que me preocupaba o me hacía feliz en cada momento.
Leyendo aquellas páginas quince años después, empiezo a entenderlo.
Antes siquiera de saber bien en qué consistía el oficio de escritor, para qué servía escribir pequeños cuentos alimentados por mi fantasía, yo ya tenía un sueño. Y me atrevo a decir que tenía este mismo sueño antes incluso de empezar a leer.
Pienso que todos tenemos un fin en la vida (o varios) y que siempre, SIEMPRE, están presentes desde niños. Algunos se olvidan de cosas tan nimias como cuál era su juego favorito de pequeños, de qué trataba la primera película que vieron o el primer libro que leyeron, cuál fue la primera travesura que recuerdan...
Pues bien, ¿sabéis a qué me gustaba jugar de pequeña? Adoraba cuidar a mi muñeco y darle de comer. Cuando estaba dormidito en su cuna, me entretenía sentando a todos mis peluches (o a mis primos si tenía la oportunidad; pobrecitos...) y hablándoles sobre las cosas que tenían que aprender. Les ponía a hacer sumas o restas en la pizarra, les contaba una historia inventada, les cantaba una canción...
Por eso, cuando en 4º de ESO vino un psicólogo a orientarnos en nuestra futura vida laboral, yo lo tuve claro cuando nos dijo que muchas veces es importante recordar a qué jugábamos de pequeños. Tenía que estudiar magisterio. O filología. Pero tenía que enseñar.
Me leí de un tirón los dos diarios, como quien lee un libro o ve una película sabiendo el final, con ganas de llegar hasta él. Y vi cada momento como si fuera ayer, como si me hubiera teletransportado y tuviera de nuevo 7, 8, 9, 10, 11... años.
Y fue bastante interesante leer una entrada, un día de abril de 2001. En ella, contaba que había escrito un cuento para el instituto. Recuerdo la historia perfectamente; no tenía nada del otro mundo, no me pareció en su momento digna de reconocimiento, pero a la profesora le encantó. Me dijo que mi expresión estaba muy por encima de la del resto de mis compañeros, y eso, con 11 añitos, me hizo sentir la niña más feliz del mundo. Dijo que la iba a enviar a una editorial para ver si me la publicaban. Y tras contar todo aquello en el diario, una frase hizo que se me saltaran las lágrimas: "Ójala y me lo publiquen. Me pregunto si algún día llegaré a ser escritora".
Madre mía, no recordaba aquella frase, no recordaba esa conclusión. Tenía 11 años, no había leído todavía ninguna novela seria, no había llegado a la literatura de adultos. Todavía no había leído Mujercitas, ni a Enid Blyton, Paulo Coelho o Carlos Ruiz Zafón. Aún no había llorado con ningún libro ni me había enamorado de ningún autor. Pero tenía ese sueño, ese deseo de llegar a ser una escritora.
Y seguí leyendo. Y mi salto al otro lado de la literatura se produjo con Harry Potter. Entonces, cada vez más, deseé ser como J.K.Rowling. Deseé estar en un tren y que de repente se me ocurriera alguna idea tan maravillosa como su mundo mágico. Deseé que me leyeran y vivieran mis fantasías.
Y lucharé siempre por ello. En cierta manera, escribir también es enseñar. Todo está unido. Y yo soy muy ambiciosa.
¿A que no sabéis quién me ha hecho recordar todo esto? Connie Talbot. Con 6 años, ya sabemos cuál es su sueño, aunque ella todavía no es consciente de la intensidad con la que lo desea.