Dicen
que en la vida hay un número muy limitado de personas que ejercen un gran peso
sobre ella. Que para bien o para mal, te influyen de tal manera que, tras
conocerlas, siempre hay un antes y un después. Son las personas que yo denomino
“kit-kat”, porque suponen como una pausa, temporal o larga, muy larga; y porque
rompen la monotonía y la forma de ver la vida que llevas hasta ese momento.
Sean
personas duraderas o pasajeras, están ahí por algún motivo. Aparecen también
misteriosamente en el momento preciso, como si algo o alguien tramase el guión
de la obra de teatro más grande de todos los tiempos: nuestra vida.
Las
personas kit-kat que cambian tu vida para mal se convierten en enemigos, en las
más horribles pesadillas, sobre todo cuando se ha acabado ese paréntesis y uno
se queda que no sabe por dónde tirar, que no recuerda de qué camino venía ni
por cuál debe continuar.
Sin
embargo, todo tiene una razón de ser. Todo lo que nos sucede, sea para bien o
para mal, son simples piezas que conforman el puzzle del Ying Yang, en el que
siempre hay algo blanco en lo negro y, a su vez, algo negro en lo blanco
también.
Porque
es así; porque estamos subidos a una montaña rusa desde que nacemos. Y cada
centímetro que recorremos sobre el vagón chirriante forma parte de una
magnífica aventura.
Es
cuando empiezas a entenderlo, cuando por fin sonríes ante la vida porque te has
enamorado de ella, y no para que te envíe al amor que te mereces, cuando
aparece ante ti ese kit-kat precioso de color blanco que mejora tu puzle.
Espero
y deseo que tú, querido kit-kat blanco, seas parte de mi paréntesis más largo y que me acompañes, como mínimo, hasta el punto final de esta montaña rusa, que chirría menos contigo a mi lado.
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