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Las historias


Cada segundo de vida esconde el inicio de una historia. Cuán aterradora o tierna sea, lo desconocemos. Es el devenir del tiempo quien nos muestra los giros que las cosas pueden tomar, las apariencias que las personas pueden dar y las consecuencias a las que cada acción nos puede guiar.
El problema es que a todos nos gusta ir rápido. A todos nos pudre el morbo de saber cómo va a acabar cada historia. El planteamiento de esta sólo nos mueve hacia el desenlace… Y el desarrollo de la misma nos importa más bien poco. Porque nos puede la curiosidad. Ansiamos saber si seremos felices, engañados, traicionados… O si, simplemente, no seremos.
Y es que ese es el peor de los desenlaces: un desenlace inexistente. Una historia sin él supone un desarrollo en el limbo… Un libro que no acaba, otro inicio que no aparece y el vago recuerdo de algún otro desenlace que, generalmente, no suele ser bueno.
El gran problema aquí es que no nos enseñaron que, igual que hay oraciones sin sujetos, también existen las historias sin fin. Porque lo realmente esencial en una historia es su protagonista. Y, a veces, la historia es demasiado buena como para acabar. 

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