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Sin sueños, la vida
carecería de absoluto sentido. Puede haber existencia sin ellos, pero sería tan
banal, tan monótona, tan aburrida… Que no se podría escribir sobre ella. Desde
luego, y llegados a este punto, puedo afirmar casi rotundamente que sin sueños
no habría escritores, no existiría la literatura, y tampoco la imaginación.
Resulta intrigante el poder que tenemos en el
mundo. Sobre nosotros y sobre los demás. Podemos guiar una parte de nuestras
vidas. Los sueños, además de ser efímeros, difíciles de alcanzar y tornar
reales, son, contradictoriamente, nuestro mayor signo de estabilidad y
seguridad. Porque es lo único que realmente podemos controlar. Lo único que
depende directamente de nosotros mismos, de nuestra voluntad, predisposición y
valentía para hacerlos realidad.
Hay quien no es consciente de ello y culpa a
agentes externos de sus errores o fracasos. Estos agentes pueden ser otras
personas o, mucho más místico, sucesos o acontecimientos recibidos de manera
fortuita. No pueden estar más equivocados. Además, sus pensamientos se
transmiten a otros y, generalmente, quién piensa esto está relegado al fracaso
y a la infelicidad, o a la imposibilidad de alcanzar jamás un atisbo de
felicidad.
En esta vida, sólo nos pertenecen los sueños.
En definitiva, todos somos sueños realizados de otras personas. Por esta regla
de tres, los nuestros están a un paso de formar parte de la realidad. Sólo depende de cuánto creamos en nosotros
mismos.
Y el mayor bien es pequeño
que toda la vida es sueño
y los sueños,
sueños son.