Sentimiento contradictorio donde
los haya. Posiblemente habrá gente que no padezca esta sensación y, oye, qué
bien por ellos. Les felicito. Porque ésta es una prueba más de que el ser
humano es incomprensible por naturaleza.
Por mucho que nos lo neguemos,
la soledad no es nuestro punto fuerte. Nadie se hace famoso en soledad. Nadie
conquista el éxito en soledad. Nadie se siente amado en soledad. Y nadie ama en
soledad.
Sin embargo, a veces sentimos
esa necesidad irrefrenable de estar con nosotros mismos. De “conocernos” mejor.
De pensar en nuestras cosas. De estar solos.
Nos disponemos a ello apagando
todos nuestros dispositivos electrónicos, desconectando cualquier medio
tecnológico que nos haga entrar en contacto con nuestra vida real.
Y pensamos. Y escuchamos música.
Vemos películas. Nos vamos de viaje. Leemos un libro. Repasamos fotografías del
pasado. Existen infinidad de opciones para perderse en uno mismo y sumirse en
la soledad.
Pero esto cansa pronto. ¿De qué
sirve conocerse a sí mismo si no te puedes dar a conocer a los demás? Y
entonces surge la pregunta que ha estado viviendo en nuestro subconsciente
desde el inicio del «quiero estar sol@»: «¿Se habrá acordado alguien de mí?»
Y encendemos los móviles en
busca de whatsapp y llamadas
perdidas, consultamos el correo electrónico esperando encontrar e-mails
completos de preocupación.
En el mejor de los casos,
sonreímos ante algún mensaje de amigos/familiares y respiramos. En el peor de
los casos, nos entra una angustia horrible.
Porque el denominado “quiero
estar sol@” no es, en realidad, una afirmación. En el fondo es la pregunta más
curiosa, terrible y enigmática que todo ser humano se pronuncia al menos una
vez en su vida.
“¿Estoy sol@?”
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