Hay momentos
en la vida en los que necesitas un soplo de aire fresco que, de repente, te
ponga en bandeja la clave de tu infelicidad, el ingrediente que te falta para
comenzar a cambiar, o ese sueño anhelado que un día desapareció de tus
objetivos y permanece guardado en algún cajón recóndito del alma.
Yo los llamo
momentos trampolín. De pronto, puedes ver el agua de la piscina. No olvidas la
distancia que os separa, ni los riesgos que pueden suceder… Pero miras el agua
y eres consciente de que está ahí. Tu meta está ahí. Y sí, todo puede salir
mal, pero… ¿No habrá salido todo mal igualmente si te quedas toda la vida sobre
ese trampolín?
El principal
problema de ese salto tan peliagudo no es el salto en sí. Ojalá y lo fuera…
Sólo habría un obstáculo que superar.
El mayor
problema de todos es que, mientras te esfuerzas por superar tus propios miedos
y lograr alcanzar TU meta (porque es sólo tuya y de nadie más), otros se
encargarán de recordarte los riesgos, de minarte las ilusiones, de impulsarte
al fracaso porque, sencillamente, no pueden entender que seas capaz de
lograrlo.
No lo
entienden porque ellos en su día también estuvieron en aquel trampolín, también
se plantearon saltar, también sufrieron la presión de otros que no habían
saltado, y acabaron retrocediendo y bajando las escaleras del trampolín con la
cabeza gacha, creyendo que detrás de ellos estaba la realidad, y no delante,
sobre aquella agua cristalina.
Ya dije hace
algún tiempo, en un post sobre los sueños que escribí, que en esta vida sólo ellos
nos pertenecen. Si dejamos que otros los destruyan, habremos destruido nuestro
sentido en el mundo. Piensa que alguien debió soñar contigo para que hoy
existieras. Fuiste un sueño para dos personas (o quizás más), y ahora eres
realidad.
Así que
vuelve a mirar el agua de la piscina. Tiene la temperatura ideal. Aprovecha
este momento y salta. Salta ya. Mójate de realidad.
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