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Cuando los defectos preceden al silencio

Hasta la persona más vanidosa del mundo sabe que, en el fondo, está llena de imperfecciones. 
Somos humanos, no máquinas. Las imperfecciones son nuestra razón de ser. 
Pero una cosa es reconocerlas uno mismo y, otra muy distinta, que te las señalen los demás. Más aún cuando esas imperfecciones descubiertas, esos defectos que marcan tu código de barras, tienen consecuencias. 
Que otros descubran tus defectos puede ser positivo. En ese caso, se sembrarán los cimientos de una buena relación. Porque en la tolerancia reside el amor, y viceversa. 
Pero cuando tus defectos quedan expuestos, y son difíciles de aguantar por las personas que te rodean, las consecuencias pueden ser nefastas. 
Y es que, el momento en el que las personas se alejan de tu lado debido a tus imperfecciones, la debilidad y la culpa pasan por tu mente. 
"Si ya sé cuál es mi fallo, ¿por qué lo repito?". "¿De qué sirve conocerse a uno mismo si no me puedo arreglar?". "¿Y si estoy diseñad@ para cometer una y otra vez el mismo error y ser consciente de ello?".
En definitiva, lo que nos importa verdaderamente no es paliar ese error, ni mucho menos la necesidad de ser perfectos. Ya nos hemos admitido a nosotros mismos con esas imperfecciones y estamos acostumbrados. La mayor preocupación que nos asedia es la posibilidad (bastante probable) de que vuelva a suceder. De volver a ver marchar personas de nuestra vida señalando con su dedo índice, acusadoras, aquellos defectos que les impiden continuar con cualquier tipo de relación con nosotros, y que nos catapultan a la casta más inferior y remota, aquella donde radica la soledad y la incomprensión. 
Algunos, algunas veces, utilizamos también nuestro dedo índice para recriminar a los que nos recriminaron, y recordarles que ELLOS TAMBIÉN SON IMPERFECTOS y que aún así tu les quisiste, les aceptaste, toleraste sus taras. 
Porque en todas las fábricas se cometen errores y todos sus productos siempre podrían ser mejores. 
Pero los dedos índice dejan el mismo sentimiento agridulce que conlleva a la resignación, a un estado de continuo fracaso en el que la frase estrella es: "Yo soy así, no puedo cambiar. No puedo caerle bien a todo el mundo. Ya habrá quien me aceptará".
Y en tu fuero interno aparece entonces esa gran preocupación de la que antes hablaba: "¿Y si los que me aceptan hoy dejan de aceptarme mañana? ¿Y si se acaba la tolerancia con respecto a mis defectos? ¿Qué hago entonces?
Y entonces... gana el silencio. 

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