En un mundo más justo y oportuno, la mentira
debería ser el octavo pecado capital. Tanto si es piadosa como si es infringida,
desemboca en un dolor agudo difícil de subsanar.
Se
sabe bien poco acerca de la mentira y de sus orígenes — ¿Quién fue el primero
en usarla? ¿Quién, por consiguiente, la inventó?— También acerca de su
metodología — ¿Quién la dio a conocer y la hizo extender como la pólvora?
El
hecho es que apareció y se puso de moda casi al instante.
La
mentira tiene la capacidad de hacernos quedar como héroes, de no herir a
personas queridas, pero también de herirnos a nosotros mismos. Y el problema es
que las líneas que separan las diferentes consecuencias de la misma son tan
finas y quebrantables, que un día podemos estar convencidos de haber hecho el
bien y otro, lamentándonos por el giro de los acontecimientos.
Sin
embargo, y a pesar de las experiencias pasadas, continuamos utilizándola muy a
menudo para aparentar ser lo que no somos. La mentira es la mayor tapadera creada
para el mayor miedo humano: el miedo a ser rechazados.
Es
otro error común de los humanos: crear herramientas enormes para ocultar
sentimientos más pequeños. Y al final, nos encontramos con capas enteras de
protección que mantienen nuestro corazón intocable, pero también la posibilidad
de llegar al de otros.
La
transparencia, en todos los ámbitos, es la única manera de vivir y experimentar
con claridad, sin dañar ni ser dañados.
Es
importante valorar la importancia de no dañar. Si cada sujeto lo hiciera, no
habría tema del que hablar.
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