… nos hace aprender, luchar, sonreír, llorar,
arrepentirnos y superarnos a nosotros mismos, ese es el pasado. Mirar hacia
atrás puede provocar una montaña rusa de emociones difícil de explicar. Y,
contra toda frase hecha o consejo popular, mirar
hacia atrás es necesario y siempre, siempre, inevitable. Aunque sintamos el
alcohol penetrar en heridas abiertas y sólo queramos apartarlo. Aunque no
encontremos porqués que justifiquen los acontecimientos.
Lo vivido en el pasado nos enseña a construir
nuestra identidad (que no a cambiar nuestra personalidad), y nos invita a vivir
un presente con más confianza hacia la vida y a tener la idea de un futuro más
encauzada que la que habíamos tenido tiempo atrás.
Sin embargo, mirar al pasado a menudo
encierra la posibilidad de entrar en el terreno pantanoso de los “y si…” y de
los “qué hubiese pasado…”; grupos de palabras terriblemente peligrosos para que
una mente mortal como la nuestra los pueda soportar. Grupos de palabras que
encierran tanta incerteza e inseguridad como tirarse de un trampolín sin poder
ver la piscina.
Hay que evitar esto. Porque las posibilidades
de un pasado diferente ya no pueden ser más que eso, posibilidades. Porque lo
único que no podemos cambiar es, precisamente, nuestro pasado. Y porque pensar
en ellas constantemente nos hacen cometer el segundo mayor error humano: vivir
en el pasado; lo cual supone vivir en el parque de atracciones de las emociones
de tu vida, estancarte en arenas movedizas de forma voluntaria y mirar el reloj
del tiempo con indiferencia.
Como decía Lizzie Velásquez, tú eres el que
llevas el volante de tu vida. Y yo añado que, a veces, es necesario mirar por
el espejo retrovisor, pero que un camino siempre se sigue hacia delante.
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