Los hay que no tienen elección. Su huida es fruto de la desesperación por tener un futuro mejor.
Los hay que eligen. Y van tambaleándose, dudosos, sobre si hicieron bien o no.
Seas del grupo que seas, tengas la edad que tengas, si te vas lejos de los tuyos sueles experimentar esto. Si no, qué suerte has tenido.
Cuando te vas de casa, de la casa de tus padres, de lo que hasta ahora era tu mundo conocido, todo empieza a cambiar. Se llama madurar. Aprendes que por más discusiones que tuvieras, los tuyos eran los tuyos; los nuevos jamás lo serán.
Aprendes que lo que antes era tan normal, tan cotidiano, tan aburrido y tan asqueroso... Cuando estás fuera se transforma en "ojalá tuviera...", "cómo echo de menos...", "me encantaría estar allí".
Aprendes que a veces vas a estar solo y no vas a tener a nadie a tu lado. Y si lo tienes, nunca va a ser el mismo apoyo, lo mismo que has tenido hasta ahora.
Lo peor de ese cambio, de ese inicio de estar fuera y lejos de los tuyos, es precisamente cuando te caes, cuando las cosas no van bien y todo se tambalea a tu lado. Le das vueltas a todo. Te cuestionas si hiciste bien yéndote o no. Te planteas volver.
Pero aunque los tuyos sean los tuyos, aunque te sientas en casa, la vuelta no será igual. También ahí te sentirás en parte extraño, también añorarás tu libertad y el nuevo hogar.
Yo lo llamo estar en el limbo del camino. En mi mente, se representa como un gran acantilado por delante y otro por detrás. Permaneces sobre una superficie pequeña, cuestionándote hacia dónde dar el salto.
Se llama miedo. Miedo a lo desconocido, a salir de la zona de confort, en la que aunque no estés agusto, te sabes defender, te sabes manejar. Sabes lo que tienes y lo que no tienes. En cambio, dar el salto hacia adelante supone poder caerte. Supone descubrir que el suelo que vas a pisar es inestable. Consiste en asumir riesgos. Un riesgo que no asumiste al nacer, porque nadie te pidió que eligieras; eligieron por ti.